Si me acompañas

Ahora estoy leyendo La Divina Comedia, ya sabes, de Dante Alighieri, si te apetece, me acompañas.

viernes, 24 de julio de 2020

Tendría unos 7 años cuando conocí a Julia y a Quevedo

A veces, a las tres, antes de entrar en clase para iniciar la jornada de la tarde, la niña beata que yo era y la madre Julia coincidían en la capilla del colegio, era una capilla preciosa con murales de Durero sobre la infancia de Jesús.



Imagino que tendría unos 7 años cuando iba a segundo de EGB. A la hora de lectura, un grupito salíamos a leer con la madre Julia, una monjita chiquita, de familia rica “que lo había dejado todo al escuchar la llamada de dios” -eso decían-, dulce, silenciosa -eso recuerdo-.
Se me emociona la mirada al pensarla.

Las que salíamos a leer con Julia, supongo que seríamos las lentas, las tímidas, -éramos seguro “las”, porque era un colegio solo de chicas-; las que no llevábamos el ritmo de la mayoría -al final, no he cambiado tanto, después de todo-, las que no sabíamos leer -bueno, algo sí cambió-. Aunque me encantaría, no recuerdo mucho; recupero el color blanco de las paredes, la mesa redonda alrededor de la que nos sentábamos, el hábito marrón de la tierna Julia. A veces, hasta me recupero un poco a mí, a la niña que fui.

(Paro aquí mi recuerdo y siento que, tal vez la vida sea una gran colmena de recuerdos que nos acercan adonde estamos y, tal vez precisamente porque el nombre de Julia me es tan hermoso, tengo grandes personas a mi lado, significativas, que se llaman así.)

Les dijeron a mis padres que leyera poesía, que eso me haría tener ritmo y cadencia a la hora de leer. Mi padre me llevo a la librería-papelería Lucano, en la calle con el mismo nombre. Era la librería del barrio, sus dueños: una mujer muy amable y un hombre al que recordamos en casa por sus gafas de gran graduación.
Y ahora sí, tengo los recuerdos como si lo que cuento hubiera pasado ayer. Mi padre, el librero y yo de pie junto al mostrador bajo, frente a la estantería negra con todos los libros ordenaditos. Mi padre dice que venimos a buscar un libro de poesía para mí. El librero me mira. Y yo digo que quiero un libro de Quevedo. Inma. 7 años. Quevedo. Desconsuelo existencial. Lo efímero e inconsistente de la vida. Amor más allá de la muerte. Ya sabes, el Barroco.
¿Dónde habría oído la niña Inma sobre Quevedo? ¿Sabía lo que significaba todo eso de lo que él hablaba? Ni idea. El librero mira a mi padre y le dice que, probablemente, no sea la lectura más adecuada para una niña de la edad de la niña Inma. Mi padre me mira. Yo asiento. Mi padre en un ataque de confianza paterna, orgullo de hija rara y complicidad, -ya le pasaba a veces-, le dice al librero: “Sí mi hija dice Quevedo, pues Quevedo”, o algo del estilo. Y me voy con la Antología poética editada por austral. Solo que en ese momento no sé de editoriales.

Hace unas noches me vino ese libro a la cabeza, me acordaba de la portada, de la tipo, de la anécdota, de Julia, de la mesa redonda. Pensé que las mudanzas y las cosas de la vida, pues lo que das valor en una época tal vez en otra no fue así; digo que pensé que lo habría regalado, perdido, probablemente no tirado, pero que ya no estaría entre mis cosas.

Ayer, fui a ver a mi madre, a comer con ella, a charlar. Y en la estantería, muy en primera línea, mi libro, el libro de la niña Inma, la beata, la tímida, la que no sabe leer. El libro de Quevedo, edición del 81.




“He estado ordenando algunas cosas”, dice mi madre.
Y pienso que cada cual pone orden a su manera, pero como en una colmena donde todo está conectado, cuando ordenas el corazón, la estantería de la vida, también se ordena.

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