A veces, a las tres, antes de entrar en
clase para iniciar la jornada de la tarde, la niña beata que yo era
y la madre Julia coincidían en la capilla del colegio, era una
capilla preciosa con murales de Durero sobre la infancia de Jesús.
Imagino que tendría unos 7 años
cuando iba a segundo de EGB. A la hora de lectura, un grupito
salíamos a leer con la madre Julia, una monjita chiquita, de familia
rica “que lo había dejado todo al escuchar la llamada de dios”
-eso decían-, dulce, silenciosa -eso recuerdo-.
Se me emociona la mirada al pensarla.
Las que salíamos a leer con Julia,
supongo que seríamos las lentas, las tímidas, -éramos seguro
“las”, porque era un colegio solo de chicas-; las que no
llevábamos el ritmo de la mayoría -al final, no he cambiado tanto,
después de todo-, las que no sabíamos leer -bueno, algo sí
cambió-. Aunque me encantaría, no recuerdo mucho; recupero el color
blanco de las paredes, la mesa redonda alrededor de la que nos
sentábamos, el hábito marrón de la tierna Julia. A veces, hasta me
recupero un poco a mí, a la niña que fui.
(Paro aquí mi recuerdo y siento que,
tal vez la vida sea una gran colmena de recuerdos que nos acercan
adonde estamos y, tal vez precisamente porque el nombre de Julia me
es tan hermoso, tengo grandes personas a mi lado, significativas, que
se llaman así.)
Les dijeron a mis padres que leyera
poesía, que eso me haría tener ritmo y cadencia a la hora de leer.
Mi padre me llevo a la librería-papelería Lucano, en la calle con
el mismo nombre. Era la librería del barrio, sus dueños: una mujer
muy amable y un hombre al que recordamos en casa por sus gafas de
gran graduación.
Y ahora sí, tengo los recuerdos como
si lo que cuento hubiera pasado ayer. Mi padre, el librero y yo de
pie junto al mostrador bajo, frente a la estantería negra con todos
los libros ordenaditos. Mi padre dice que venimos a buscar un libro
de poesía para mí. El librero me mira. Y yo digo que quiero un
libro de Quevedo. Inma. 7 años. Quevedo. Desconsuelo existencial. Lo
efímero e inconsistente de la vida. Amor más allá de la muerte.
Ya sabes, el Barroco.
¿Dónde habría oído la niña Inma
sobre Quevedo? ¿Sabía lo que significaba todo eso de lo que él
hablaba? Ni idea. El librero mira a mi padre y le dice que,
probablemente, no sea la lectura más adecuada para una niña de la
edad de la niña Inma. Mi padre me mira. Yo asiento. Mi padre en un
ataque de confianza paterna, orgullo de hija rara y complicidad, -ya
le pasaba a veces-, le dice al librero: “Sí mi hija dice Quevedo,
pues Quevedo”, o algo del estilo. Y me voy con la Antología
poética editada por austral. Solo que en ese momento no sé de
editoriales.
Hace unas noches me vino ese libro a la
cabeza, me acordaba de la portada, de la tipo, de la anécdota, de
Julia, de la mesa redonda. Pensé que las mudanzas y las cosas de la
vida, pues lo que das valor en una época tal vez en otra no fue así;
digo que pensé que lo habría regalado, perdido, probablemente no
tirado, pero que ya no estaría entre mis cosas.
Ayer, fui a ver a mi madre, a comer con
ella, a charlar. Y en la estantería, muy en primera línea, mi
libro, el libro de la niña Inma, la beata, la tímida, la que no
sabe leer. El libro de Quevedo, edición del 81.
“He estado ordenando algunas cosas”,
dice mi madre.
Y pienso que cada cual pone orden a su
manera, pero como en una colmena donde todo está conectado, cuando
ordenas el corazón, la estantería de la vida, también se ordena.
Precios. Moltes gràcies
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