Si me acompañas

Ahora estoy leyendo La Divina Comedia, ya sabes, de Dante Alighieri, si te apetece, me acompañas.

jueves, 26 de abril de 2018

Cuando la vida se impone



Como cada mañana me levanto a las 6, yo nunca fui muy de madrugar, soy más de esas que los ojos se le hacen grandes al llegar las 8 de la tarde y pequeños muy pequeños a las 7 de la mañana, pero cuando trabajas fuera de tu ciudad, los ritmos personales no importan mucho y toca adaptarse a los autobuses, las prisas y el café para llevar; no lo digo desde la queja, al contrario, he descubierto cómo amanece la ciudad en la que vivo; he visto el metro casi vacío y me he reído en esa hora mágica en la que se juntan juerguistas y madrugadores. Y he vivenciado el silencio de las calles que yo imagino, mientras sonrío, recién puestas.
Ducha. Desayuno. Escaleras abajo. Escaleras arriba. Dos calles más y la parada del autobús. Hola, ¿qué tal?, bien, ¿qué tal tú?, ¡qué sueño!, ¡vaya que sí!, saludo a los habituales y al conductor. 7.05 de la mañana.
Un par de canciones de radio, tres artículos de periódico, el chiste y La Contra de la Vanguardia, un mirar por la ventana, que el trayecto recorre la costa, y llegamos a la parada previa a la mía.
Una mujer baja del autobús con su marido y su hijo chiquito. El conductor se preocupa, le duele la pierna, cree.  Parecía, dice, que bajaba por una rampa en los gemelos, que con el embarazo ya se sabe. Pero no, ella le dice que no es la pierna ni una rampa, que lo que es es que ya viene, que siente las contracciones, que el nuevo ser quiere llegar temprano, a oscuras y, según parece, en la parada del autobús.
El conductor le pide que entre. Que se siente, el marido sube con ella y la toma de la mano. Un compañero de los que suele coger el bus cada mañana conmigo, profesor de oficio, médico de formación, no se lo piensa y recorre el pasillito del bus, se acerca a la pareja y les habla, palabras que no oigo, pero que resultan reconfortantes, al parecer. Y se queda junto a ellos.
El conductor marca en su móvil el número de la compañía de autobuses para que ellos a su vez llamen a una ambulancia. Y mientras lo hace toma en brazos al niño pequeño de la pareja que se ha quedado esperando junto a la parada del autobús. Lo toma en brazos mientras llama. Habla y el niño tranquilo le mira. Con su gorro rojo, su cara negra y sus ojos dormidos y aún así muy grandes.



Desde mi sitio, respetuosamente apartado, miro la escena, me acerco a los que viajan en la parte trasera del autobús y empiezan a preguntarse qué pasa. Les cuento que parece que tendremos un nacimiento, que una pareja permanece en los primeros asientos acompañada por un médico, mientras el autobusero con el hijo pequeño de la pareja en brazos llama para que envíen una ambulancia. Caras de extrañeza, caras de sueño, caras de interrogante e incertidumbre, de preocupación por la pareja, y de  hoy-sí-llego-tarde, pero ni una sola queja, ni un solo resoplido, ni una palabra. Cuando la vida se impone, solo podemos recibirla.
Y me maravillo ante la vida que llega así, cuando le da la gana.
Y al fin llega la ambulancia, y la mujer baja con la ayuda del médico-profesor, y el marido toma las bolsas y el conductor posa al niño en el suelo junto a sus padres.
Y conductor y profesor suben al bus de nuevo. Y arrancamos. Y nos vamos todos con la vista, primero en la ambulancia, que se queda parada mientras nos alejamos; y luego, en el cielo, con un solo deseo “¡qué todo salga bien!”.
Días más tarde un hombre, amigo de la familia, tomo el mismo autobús para irles a visitar. Ha sido niño. Bienvenido a la vida.

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