Como cada mañana me levanto a las
6, yo nunca fui muy de madrugar, soy más de esas que los ojos se le hacen
grandes al llegar las 8 de la tarde y pequeños muy pequeños a las 7 de la
mañana, pero cuando trabajas fuera de tu ciudad, los ritmos personales no importan
mucho y toca adaptarse a los autobuses, las prisas y el café para llevar; no lo
digo desde la queja, al contrario, he descubierto cómo amanece la ciudad en la
que vivo; he visto el metro casi vacío y me he reído en esa hora mágica en la
que se juntan juerguistas y madrugadores. Y he vivenciado el silencio de las
calles que yo imagino, mientras sonrío, recién puestas.
Ducha. Desayuno. Escaleras abajo.
Escaleras arriba. Dos calles más y la parada del autobús. Hola, ¿qué tal?, bien, ¿qué tal tú?, ¡qué sueño!, ¡vaya que sí!,
saludo a los habituales y al conductor. 7.05 de la mañana.
Un par de canciones de radio,
tres artículos de periódico, el chiste y La Contra de la Vanguardia, un mirar
por la ventana, que el trayecto recorre la costa, y llegamos a la parada previa
a la mía.
Una mujer baja del autobús con su
marido y su hijo chiquito. El conductor se preocupa, le duele la pierna,
cree. Parecía, dice, que bajaba por una
rampa en los gemelos, que con el embarazo ya se sabe. Pero no, ella le dice que
no es la pierna ni una rampa, que lo que es es que ya viene, que siente las
contracciones, que el nuevo ser quiere llegar temprano, a oscuras y, según
parece, en la parada del autobús.
El conductor le pide que entre.
Que se siente, el marido sube con ella y la toma de la mano. Un compañero de
los que suele coger el bus cada mañana conmigo, profesor de oficio, médico de
formación, no se lo piensa y recorre el pasillito del bus, se acerca a la
pareja y les habla, palabras que no oigo, pero que resultan reconfortantes, al
parecer. Y se queda junto a ellos.
El conductor marca en su móvil el
número de la compañía de autobuses para que ellos a su vez llamen a una
ambulancia. Y mientras lo hace toma en brazos al niño pequeño de la pareja que
se ha quedado esperando junto a la parada del autobús. Lo toma en brazos
mientras llama. Habla y el niño tranquilo le mira. Con su gorro rojo, su cara
negra y sus ojos dormidos y aún así muy grandes.
Desde mi sitio, respetuosamente
apartado, miro la escena, me acerco a los que viajan en la parte trasera del
autobús y empiezan a preguntarse qué pasa. Les cuento que parece que tendremos
un nacimiento, que una pareja permanece en los primeros asientos acompañada por
un médico, mientras el autobusero con el hijo pequeño de la pareja en brazos
llama para que envíen una ambulancia. Caras de extrañeza, caras de sueño, caras
de interrogante e incertidumbre, de preocupación por la pareja, y de hoy-sí-llego-tarde,
pero ni una sola queja, ni un solo resoplido, ni una palabra. Cuando la vida se
impone, solo podemos recibirla.
Y me maravillo ante la vida que
llega así, cuando le da la gana.
Y al fin llega la ambulancia, y
la mujer baja con la ayuda del médico-profesor, y el marido toma las bolsas y
el conductor posa al niño en el suelo junto a sus padres.
Y conductor y profesor suben al
bus de nuevo. Y arrancamos. Y nos vamos todos con la vista, primero en la
ambulancia, que se queda parada mientras nos alejamos; y luego, en el cielo,
con un solo deseo “¡qué todo salga bien!”.
Días más tarde un hombre, amigo
de la familia, tomo el mismo autobús para irles a visitar. Ha sido niño. Bienvenido
a la vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario