Cuando escribo este artículo siempre reviso las últimas
experiencias de la cotidianeidad, las últimas miradas hacia mi entorno que me
apetece contar porque me han resultado significativas, curiosas, divertidas,
bellas. Esta vez se me hace difícil, no por defecto, todo lo contrario, es tan
grande la vida, es tanto lo que nos cuenta cuando estamos atentas. No hace
falta el entusiasmo, aunque siempre es bienvenido, hace falta, eso sí estar
presente.
De la misma manera que una se ducha y se peina para estar
preparada para los afanes del nuevo día, de la misma manera una debería
preparar el alma a diario y con cuidado. El alma sosegada, el alma limpita para
que la mochila del pasado y los rencores no nos ciegue lo que está por venir.
El alma inocente que escucha sin más pretensión que esa escucha, que a veces se
nos adelanta la respuesta, y eso no es escuchar. El alma niña llenita de
ilusión. El alma vieja de experiencia y belleza. El alma en paz que se sabe
amada. El alma agradecida para recordar que la vida es un regalo y no dar nada
por supuesto. Y ahí me quedo, en la gratitud. A menudo buscamos cambiar lo que
ocurre, entender todo y a todos en nuestro entorno, y solo al entender
apreciamos, pero ¿se puede amar sin entender? ¿se puede agradecer lo que no
parece, a priori, un regalo? ¿se puede estar en la vida sin más que un corazón
abierto, una mente sana y disposición?
A veces, me da por pensar que no le dejamos espacio a la
vida, que tenemos tan claro cómo deberían ser las cosas, cómo habrían de actuar
los demás según nuestro prisma, cómo debería ser nuestro pan de cada día, que
no dejamos un ápice a que la vida suceda, no nos abrimos a recibir lo
inesperado, a la belleza de lo desconocido. Al misterio. Y se me antoja que nos
falta, me falta, hablaré por mí, confianza. Confianza en que la vida está a mi
favor, que todo está dispuesto para ser feliz, agradecida, amada, completa. Y
el “hágase tu voluntad” lo digo en voz bajita, o pensando “… pero que tu
voluntad, Señor, se parezca a la mía”. Y
eso es hacer trampas. Eso es nadar y guardar la ropa. Eso, me digo, es falta de
fe.
Si sintiera, si fuera capaz de entregarme de verdad al
amor y a la vida; si sintiera a penas un poquito del amor que me es dado a cada
momento, cada día, todos los días de miles de formas; si fuera honesta y al
levantarme, reconociera que todo lo que me es dado vivir no me es dado por
merecimiento, sino por un inconmensurable amor sin límites, entonces me da que
mi vida la viviría de manera muy diferente, me da que no habría nada que me
quitara la sonrisa del corazón, y el compartirme sería una manera genuina e incuestionable
de vivir.
Y en ello ando, aprendiendo, caminando, escribiendo,
agradeciendo. Y porque “de lo que abunda en el corazón habla la boca”, intento decir
“hágase tu voluntad”, sin hacer trampas, cada vez más claro y más alto.
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