A Isidro Ferrer le gustaba el cielo pegado al mar, no saber dónde empezaba uno y dónde acababa el otro. No le gustaba especialmente la playa, ni el rumor de las olas, esa sensación de pequeñez frente al infinito no era para él una sensación digna de ser sentida, pero sí ver la unión de mar y cielo.
No elaboraba ideas sobre ello, nunca escribió una línea al respecto,
probablemente no se lo contó nunca a nadie, pero era casi un placer
desenmarañar las nubes de los cielos y descubrir esa línea ahí, tan
cerca. Si uno guiñaba el ojo y
extendía el brazo podía con la mano tocar el horizonte, o creer
tocarlo.
Un día se propuso ir hasta allí, tal vez era una ilusión, tal vez esa
línea era como los sueños inalcanzables que uno puede imaginarlos, pero nunca
tocarlos con las manos; mil cosas, pensó, hay en este mundo que no podemos
tocar con las manos, pero que son verdad y están ahí. Pensó en el amor, la
amistad; pensó en el sabor de las fresas, recuperó el olor de la lluvia;
recordó la felicidad de los amaneceres compartidos. Muchas cosas hay que no se
pueden tocar, pero son.
A Isidro Ferrer le despertó del sueño intranquilo el viejo
despertador del abuelo Anselmo. Y apoyado en la pica de la cocina tomó el café,
el café con más sabor del mundo, el café que uno toma por última vez en un
lugar donde ha vivido mucho tiempo, el café de la despedida. Una última mirada de cariño, de nostalgia
anticipada. Tomó su bolsa y el anuncio que arrancara de un poste hacía dos
semanas.
En el puerto, Isidro Ferrer consultó el papel que llevaba en
su mano, como si no supiera de memoria el muelle, como si uno pudiera olvidar
el nombre del barco que le lleva hacia su sueño, lo miro porque uno siempre
hace cosas que necesita, lo miro porque necesitaba leer esas palabras antes de
meterse en ellas.
Cuando uno es hombre de tierra se le hace extraño sentir las
olas bajo sus pies, cuando uno es hombre de casa se le hace raro que toda su
vida quepa en una taquilla, pero ordenando las cosas en ella, Isidro Ferrer
pensó que, tal vez, uno no es hombre de nada, que se hace hombre de
circunstancias, que se hace con lo que le venga, que uno se amolda a todo. Y
que de ser algo él es un hombre de sueños. Soñó amar a una mujer y la amó. Soñó
vivir el dolor y la ausencia, y le dolió la ausencia. Soñó vivir esa otra vida
de repuesto y ahora empezaba.
El barco zarpó e Isidro Ferrer fue en él. No dijo a nadie
que el no quería más aventura que tocar con las manos lo que veía desde la
playa. No dijo a nadie sus sueños, por no ser tomado por tonto, porque los
sueños no se cuentan, porque Isidro Ferrer no era muy hablador. Y porque a
Isidro Ferrer se le acabaron una vez, hace tiempo, casi todas las palabras.
El barco zarpó e Isidro con él. Porque no era un hombre de
costumbres. Porque Isidro Ferrer, el hombre callado era, después de todo, un
hombre de sueños.
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