Siempre pensé que le fallé a M en un momento difícil. Supongo que ella también lo pensó. Aún así pasan los años y el perdón y la generosidad, que trabajan juntos y en silencio, vienen a contarme que se puede volver a un lugar donde se estuvo bien. Que lo que se comparte de verdad queda. Y una puede regresar si tiene ganas y buenos recuerdos.
De recuerdos me habla A, que nació en mitad del mundo sobre un autocar, me cuenta de sus orígenes pobrísimos y de que ha engañado muchas veces a la muerte. De los naranjos enormes de allá y de cómo recogen la fruta. De su madre. No me cuenta que hace en Barcelona, olvida mi pregunta, yo también, prefiere contarme lo que prefiere contarme y yo escucho porque le gusta mucho hablar, me dice, su único gran vicio, y porque sabe hilar bien las palabras. Habla de sus hermanos, que de 12 sólo quedan tres y este es el único momento en que se le humedecen los ojos... Que teme más la ciudad que la selva, porque a la selva la puedes oir y saber si lo que se mueve a tus pies es una serpiente- y la imita- o una rata -y también-, pero que a los hombres, locos o desesperados, uno no puede intuirlos ni adivinar qué harán.
Tan bello me cuenta el lugar de donde viene que me parece soberbio e insultante preguntarle por qué no vuelve. Hay cosas que una no debe preguntar, tal vez, tampoco sea necesario saberlas. Y él sigue dejando salir la nostalgia por sus ojos y sus palabras... llega el tren y nos despedimos con un apretón de manos y un "un gustazo conocerte" va en las dos direcciones.
El lunes L, una alumna de Ghana, me preguntó que qué es lo que más me gusta, y yo le respondí: las personas.
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