Me levanto con la extraña sensación de haberte soñado y me
acompañas todo el día.
Y así ha sido durante toda la semana.
Cojeo de un pie y me llega una muleta del cielo. O dos. O
tres. Para cada lágrima, tres pañuelos. Para cada duda, tres caricias.
Cuando no escribo es por exceso de pudor que no por falta
de letras. Leo a Goytisolo y me sacude su honestidad, miro vidas que me
zarandean el cuerpo, el alma y la actitud. Busco silencio donde recoger los
días y responder: ¿Se puede?
A C le da miedo lo que opinen los demás, a J que falle la
intuición. A mí un poco las dos cosas. Pero, de repente, una voltereta, una
peripecia, un extraño día que amaneció lúcido, me vino a contar desde no sé
dónde ni por quién algunas cosas. Busco silencio donde recoger esas palabras no
dichas y responder: ¿Se puede?
La sensación de la vida-es-finita visita mi casa y me reta,
como un telón de fondo, la pregunta: ¿Por qué no? ¿Quién te lo impide? ¿Por qué
esa actitud de espera? ¿Por qué algunos silencios? ¿A qué tanta duda? ¿A quién le importa?
Me levanto con la sensación de haberte soñado. Me
acompañas. Y esta semana con una intensidad desacostumbrada.
Creo que cuando alguien muy cercano muere, tal vez, no sólo
cercano, sino un padre, una madre o un hermano, alguien con quien compartes
genética, alguien que te ha ayudado a imprimir carácter y rasgos; cuando
alguien así muere, no muere del todo porque tú te quedas recordando que estuvo,
pero más allá de eso, más allá del recuerdo, hay algo tan físico como la piel,
y es la sensación de que con su muerte algunas maneras de comportarse y hacer,
algunos gestos, frases o motivos se convierten en tuyos y, de repente, te
encuentras diciendo o haciendo cosas que no son tuyas que son del otro y las
reconoces porque lo conociste bien, y las aceptas y hasta te reconfortan
porque, al fin, entendiste esas cosas que mientras estuvo vivo no compartías.
No sé si la muerte es la última parada. Creo que no.
Me acompañas. Y te siento.
No hay comentarios:
Publicar un comentario