No sé cómo llegué a él. Sí sé que llegué de la mano de Los enemigos. Con esa maravillosa historia creo que aprendí a leer. Leer de verdad, saber que uno puede ser lector activo, que la vida como las letras se desdoblan y dan lugar a miles de posibilidades. Que no se vale dar por hecho que hay que saber mirar, que la mayor parte del tiempo la vida se lee entre líneas. Y que ésta se crea mientras se cuenta, como las ideas y las intenciones. Es esa novela la que he usado muchas veces para explicar la difencia entre contar una buena historia y escribir un bestseller.
Lo que significaba ser receptor y el sentido más íntimo de percepción, lo aprendí de él.
Una de sus novelas la utilicé para mi curso de lector profesional. Y me tacharon de apasionada. Otra la perdí por un malentendido que, como tal, sigo sin entender.
Hoy leo, sin saber cómo llegué a esa noticia, que ha muerto. Tal vez, no mueran nunca del todo los escritores, pero nos queda la inquietud de cómo entenderían la vida que se va viviendo y él ya no está para contárnosla...
A mi me gustaba saber que andaba por ahí, en la misma Barcelona que yo. Ya no. Y me puede la sensación de que hoy el mundo es un lugar más inhóspito, menos comprensible. Hoy cojeo del pie de la creación y de los sueños, de los seres que como su protagonista de La máquina voladora, creen en lo que ya nadie cree, que se puede soñar y morir por ello, aún estando ante un tribunal que no sabe de apostar por la libertad y el vuelo.
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