
Estoy escribiendo sobre el acompañador. Su historia es la de un hombre solitario, tal vez, como todas mis historias. Seres solos que buscan un lugar. Que creen en el amor que dan lo que tienen y que miran, miran mucho y a todas partes.
El acompañador entrega su tiempo, lo que sabe, lo que aprendió al mirar desde las ventanas que coloca. Primero, fue acompañador; pero cuando yo lo conocí ya trabajaba colocando ventanas.
Le cuesta hablar a falta de costumbre, pero tiene una inmensa paz que transmite cuando habla cuando calla cuando, extrañamente, sonríe.
El tono lo voy consiguiendo con un narrador presente, con algunas repeticiones.
Lo contado, el contado.
Prima la libertad en la manera de contar. Lo imaginado se confunde con lo real. Lo contado a modo de fábula, existe. Sí, sí, lo he visto, existe y además vino a visitarme.
El acompañador coloca ventanas, sé que es él, porque no puede ser de otra manera, porque es totalmente así. Yo no lo conocía, pero está claro que es él. ¿Cómo se llama? ¡Ah! No se me ocurrió preguntarle, cuando uno conoce desde hace tanto a alguien no le pregunta el nombre, es como si lo supiera o, al menos como si no necesitara ya saberlo.
Es una historia sobre la soledad y la esperanza. El que camina y el que mira desde la ventana. Y ese ser anodino que coloca puentes humildes: pasos, ventanas… palabras.
Primero explico el encuentro con el acompañador. Luego, cuento la vida y entonces regreso al encuentro. Así el lector lo reconoce también, porque hemos llegado imaginar que era así o que podía ser así. Por eso los dos lo encontramos y lo reconocemos; yo primero, pero el lector asiente y dice “vaya, sí que es él”.

Tengo un montón de libretas sobre él, pasarlas al ordenador y seguir emburruñando otras tantas.
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